Hubo una etapa de mi vida en la que creía que iba a morir. Fue algo pasajero, pero duró lo suficiente como para crearme dudas existenciales del tamaño de la Luna y que aún permanecen en pequeñas secuelas aparentemente ocultas hasta que resurgen en el momento menos esperado, que afectan tanto para mí como al que esté lo suficientemente cerca como para convertirse en un daño colateral de mis más oscuros impulsos. Es un rasgo que mi madre y yo compartimos, ninguna de las dos tuvimos una infancia precisamente alegre pero tratamos de hacer algo mejor que nuestra predecesora.
Bien, sobre lo de morir, la muerte se me ha presentado en dos ocasiones importantes, la primera fue un ridículo accidente y en la segunda, fue un tormento mental, me estaba matando yo misma.
Recuerdo que tenía como ocho años cuando la muerte dio atisbos de existencia en mi vida, cuando sacudió mi propia existencia. Por ese entonces mi hermana jugaba en un equipo de fútbol, era bastante buena, de hecho. Llevaron a su equipo a la ciudad vecina para jugar con otra escuela. Cosas extrañas de la vida que dentro de la escuela había un pozo abandonado, medía ocho metros de profundidad y hacía mucho tiempo que estaba seco. Yo jugaba con mi hermanito y una amiga de ambos cuando me topé con aquel monstruo inerte. Así que, muy segura de mí misma, me subí al borde para quién sabe que, porque la verdad es que no recuerdo que rayos estaba pensando en ese momento, lo único que cubría la entrada al pozo era una delgada lámina de aluminio vieja la cual, al momento de pisarla me hizo resbalar y caí dentro...
De lo primero de lo que caí en cuenta, fue de la oscuridad y ese delicioso aroma a humedad que me persigue aún en sueños -insisto, a veces puedo ser un poco rara-. Lo segundo que noté, fue el sonido sordo de mi cuerpo al tocar el suelo y el de una voz desconocida que procedía de mi garganta al exclamar por primera vez en ocho años: -¡Dios mío! No, no salieron cientos de murciélagos de entre algún orificio de las paredes del pozo, no me volví quiroptofóbica y no pasó mis noches salvando gente en ciudad gótica. Nada importante pasó aquel día, ignorando los hechos vergonzosos que sucedieron en vez de ello (bomberos exagerados, gente dramática y Boy Scout ridículos, ¡¿cuántas veces tenía que repetir que estaba bien?!). El suelo húmedo amortiguó mi caída, al igual que unos cuantos troncos delgados y podridos. La única certeza que me queda, es de hecho que no existe la certeza, sólo la oportunidad, como bien dijo uno de mis personajes ficticios favoritos: V. Las segundas oportunidades de vivir no son cosa que se tome a la ligera, y la muerte se te puede presentar como una insolente amiga que te riñe sin herirte realmente y hacerte reaccionar cuando más lo necesitas. Pero como con cualquier ser humano, si ignoras los consejos de tus buenos amigos puede que ellos tengan que sacudirte nuevamente, si eres verdaderamente estúpido o tozudo, pasarás por alto su buen consejo. Yo lo hice, y me mantuve ciega, sorda y muda mientras la vida pasaba delante de mi cual total extraña.
La segunda ocasión en la que me topé con mi vieja amiga la muerte tomó forma de una pequeña semilla, una idea, que germinó progresivamente hasta tomar dimensiones titánicas y me mantuvo al borde del abismo comúnmente llamado depresión durante la adolescencia.
Sucedió más o menos así: había una vez una mujer que decía poseer el don de la clarividencia, ella leía el pasado, presente, futuro y el hubiera en todos lados; tazas, manos, cartas, nubes, sueños, me atrevo a decir que incluso cuando iba al baño le llegaban imágenes tipo Raven o algo, pues la tipa era un completo fraude. Cierto día, tal mujer se topó con mis padres y le pareció que eran una blanco perfecto para sacar la ganancia del día. Le leyó la mano a mi mamá, le habló sobre problemas económicos futuros, sombras femeninas oscureciendo su matrimonio y lo peor, la próxima muerte de una de sus hijas, la más joven de ellas, por lo que pedía diez mil pesos para evitar la tragedia. Naturalmente nadie le creyó su charlatanería, pero una hermana insensata y otra ingenua tuvieron cierta breve conversación.
-...y también dijo que iba a morir una mujer muy joven con una tristeza profunda, hasta se le escaparon unas lágrimas -dijo mi hermana mayor, que es, hasta la fecha mi polo opuesto en todo, en ese tiempo delgada, morena, extrovertida y sensual. Si quieres saber como soy, sólo imagina lo opuesto a todo aquello. Mucho tiempo atrás tuvimos una infinidad de problemas por culpa de su autosuficiencia y mi actitud a la defensiva, pero a la fecha nos hemos convertidos en buenas amigas, más tolerantes la una con la otra.
No recuerdo que le contesté en ese momento, sólo que se sumergió de nuevo en una conversación insulsa con alguien más que estaba a su derecha, el déficit de atención siempre presente en ella.
Esas palabras marcaron toda mi pubertad y la mitad de mi adolescencia, te diré, provengo de una familia algo (muy) supersticiosa. Muchas cosas de las que pasé durante ese lapso de tiempo son una imagen borrosa para la persona que soy ahora, era una especie de zombie que se arrastraba de una lado a otro por puro impulso y conformidad, no sentía ninguna emoción fuerte no tenía ningún anhelo nada me parecía real, vivía a la espera de mi último día.
No fue hasta que algunos años después me fui desinhibiendo de todas esas fanfarronerías que la gente ignorante encuentra entretenido mantener como su credo que pude entender un poco más a mi propia persona, dejé de preguntarme ¿existo? Y fue gracias a un libro, uno que para muchos es no vale la pena pero que a mí me abrió las puertas a un vasto universo literario. Después de vivir en una pequeña ciudad en la que leer un libro es cosa de raros, me mudé continuamente a épocas y lugares diferentes que me daban más de lo que yo podría haber deseado alguna vez.
Esos fueron los dos encuentros que me hicieron ver a la muerte desde una perspectiva distinta, porque la vida y muerte no son parte de ninguna dicotomía, son dos caras de una misma moneda.
-->Gracias por el espacio Ingrid, no sabía que rayos escribir, así que se me ocurrió algo real, algo que formara parte de mí.
Zulemy.